Alina Dells

Aquella hermosa vida rodeada de gente, de ostentosos vestidos, tapices antiguos, bailes perfectos… Aquella vida se desvaneció en una fina lluvia de cristales, un lejano recuerdo que jamás volvería. El inicio de la catástrofe fue el temblor de las paredes, después todo estalló. El suelo se agrietó en medio de una histérica confusión, se escuchaban gritos por todos los rincones a medida que el edificio se desmoronaba. Las doncellas más jóvenes lloraban, las más veteranas luchaban por mantener a salvo a sus señores, una misión muy complicada en aquellas circunstancias.


Alina era la tercera de cuatro hermanos, la hija que debía aprender compostura e historia por pura cortesía. Su hermano mayor heredaría el título de la familia y su otra hermana estaba ya prometida con un príncipe extranjero, incluso su hermano menor llegaría a ser un fuerte Caballero; pero ella, la tercera hija, tal vez se casaría con algún ricachón robusto, aún tenía un futuro verdaderamente incierto. O lo había tenido, antes de la catástrofe.

Tenía doce años. En medio de su clase de baile, la profesora Johanne se hartó de repetir que jamás conseguiría alcanzar a Helen, su hermana, y Alina había salido corriendo. Al llegar a los pasillos de la imponente mansión, tras los ventanales de cristal que daban al patio, apreció los dorados rayos del sol de un próximo atardecer. Le transmitían una esperanza que comenzaba a perder. Todo el mundo insistía en que no se esforzaba lo suficiente, que Helen era mejor, mejor, mejor.

—Mejor… —susurró Alina.

Esa palabra la atormentaba y la hermosa luz del ocaso apenas calentaba la sombra que provocaba en su corazón. Aquella tarde habían recibido a personas importantes en la mansión y sus dos hermanos mayores todavía los estarían atendiendo con sus estudiadas sonrisas y cuidadosos gestos. Alina apretó los puños, ¿por qué ella no podía representar a su familia? ¿Elegir su futuro? ¿Por qué nadie se esperaba nada de ella? Le dolía, mucho, y lo que más le dolía era que no tenía a quién odiar. ¿A sus profesores que la comparaban con la perfecta Helen? ¿A Helen, que realmente era perfecta? ¿A cualquiera de sus hermanos que siempre la habían querido? ¿A sus padres? Tal vez debería odiarse a sí misma por no cumplir las expectativas de todo el mundo.

El sol se ocultaba tranquilamente tras las Montañas Escarpadas, destellando unos últimos rayos naranja rojizo que iluminaron todo el patio. Aquella hermosa imagen hizo aparecer una suave sonrisa en el rostro de Alina. Tal vez no fuese perfecta ni pudiese demostrar de lo que era capaz en su posición actual, pero podía apreciar esos pequeños detalles de la naturaleza que todos en aquella mansión siempre ignoraban, demasiado preocupados de sus tareas. Eso hacía sentir a Alina un poco especial, un poco feliz. El fugaz brillo de un duende, un hada o, más probablemente, de los rayos del sol sobre el cristal, le mostró a la joven el recuerdo de la esperanza.

Respiró hondo y, ya calmada, llegó al vestíbulo de entrada. El suelo estaba recorrido por arcaicas alfombras ocres y plateadas; de las paredes, iluminadas con dorados candelabros, colgaban delicados espejos. Y en la pared opuesta a las grandes puertas de madera oscura, un precioso cuadro iluminaba la estancia. En él aparecían los señores Dells frente a su mansión, rodeados de sus cuatro hijos; porque más que el dinero o el poder, su mayor logro habían sido aquellas cuatro criaturas sonrientes que le daban verdadera vida a la pintura.

Del gran salón llegaban varias voces desconocidas mezcladas con otras muy familiares. Alina resistió el impulso de abrir las puertas y gritarles a todos que estaba allí, que existía. En su lugar observó el cuadro de la pared y se llevó una mano al corazón recordando aquella escena, dos años atrás, en la que se había inspirado el pintor. Aquella hermosa y alegre escena…

Entonces Alina se quedó sin aliento y cayó de rodillas al suelo, rodeando con fuerza su pecho, intentando respirar. Así permaneció algunos minutos, sin que nadie apareciese para socorrerla, ni siquiera alguna doncella curiosa. Nadie. Y el aire regresó al cuerpo de la niña, como si nada hubiese sucedido. Ella respiró profundamente varias veces antes de levantarse, y al hacerlo supo que algo iba terriblemente mal. Tenía intención de alertar a todos los del gran salón, aun sabiendo que recibiría un terrible castigo y que todos la mirarían con desaprobación. Iba a hacerlo porque todo estaba a punto de cambiar.

Pero no tuvo tiempo. Oyó un pequeño estallido y sus ojos se posaron en la bella pintura de su familia. Sus ojos presenciaron el instante preciso en el que la tela se rasgaba en dos sin piedad. Unos ojos verdes muy abiertos. El suelo comenzó a temblar y empezó a escuchar gritos por todas partes. Del techó cayó una gruesa capa de polvo y la gran araña que iluminaba el lugar tintineó amenazadoramente sobre su cabeza.

El suelo bajo Alina se resquebrajó y ella saltó a un único peldaño que había conseguido mantenerse en pie. Corrió por los inestables pasillos, cruzando vacías y temblorosas habitaciones. Nadie. Todos estarían en el gran salón. Abrió de par en par la sala en la que minutos antes bailaba ante su profesora. La vio, aferrada a uno de los pilares, vio su mirada de terror cruzándose con la suya. Y vio cómo la habitación se rompía, el techo se caía y su profesora desaparecía para siempre con un insuficiente grito de desesperación.

Una lágrima se deslizó por el rostro de la niña. Se alejó de aquel lugar con urgencia y entonces fue consciente de que no todos se hallaban en el gran salón; su hermano pequeño estaba en su habitación. Alina llegó hasta unos alargados escalones blancos que llevaban al segundo piso. Ir allí era más que imprudente en aquella situación y, sin embargo, fue. Subió y abrió la puerta del cuarto de su hermano. Estaba semiderruido y en medio de los escombros un niño temblaba. Alina corrió y lo abrazó.

—Todo pasará, todo pasará… —le susurró al oído. 

Era un año menor que ella y ya la superaba en altura, pero Alina lo levantó de todos modos y lo ayudó a salir de la estancia. No lo abandonaría allí. La niña miró dubitativa en todas direcciones.

—Papá, mamá… —empezó a decir su hermano tirándole de la manga.

Alina asintió, le agarró la mano con fuerza y lo guió por los pasillos. El gran salón era resistente, tenía que serlo, probablemente todos habrían conseguido salir y estaban a salvo. Esa era la esperanza de la joven en aquellos momentos. Seguida por su hermano, consiguió llegar a la blanca escalera de mármol. El suelo tembló de nuevo y la superficie de mármol se resquebrajó. Alina retiró su pie a tiempo y perdió el equilibrio. Todo se movía y rompía, toda su vida se quebraba. La niña cayó al suelo y arrastró con ella a su hermano.

Alina se sentó y respiró entrecortadamente, aguantando las lágrimas. Miró a su hermano pequeño, a tres pasos de distancia, y se asombró al ver en su rostro una expresión serena.

—Tommy… —susurró.

Y un estruendo mucho mayor que cualquier otro partió en dos la mansión, separando a los hermanos.

—¡Tommy! —chilló Alina.

Su hermano pequeño se había incorporado demasiado tarde. Un destello plateado y una grita de tres metros los había separado, ambos lados de la mansión se hundían.

—¡Tommy! —repitió ella desesperada, tendiendo su mano al vacío en vano.

El niño la miró con una sonrisa amable y justo antes de que el techo se desplomase por completo, dijo con una mirada serena:

—Te quiero.

Y la oscuridad se lo tragó.

—No… ¡No! —comenzó a llorar Alina.

Su lado de la mansión estaba a escasos segundos de repetir lo que le había sucedido al otro. Una Alina con el corazón destrozado se subió a los restos de una elaborada mesa de madera y después al marco de lo que había sido una ventana. Su vestido era naranja, como las llamas que, para su horror, se extendían por toda la ciudad; llamas naranjas mezcladas con tonos verdosos. El suelo tembló por última vez y Alina saltó sin miedo, ya poco tenía que perder. El viento ondeó los volantes de su vestido, los mechones castaños de su cabello, al mismo tiempo que lo que había sido su hogar se derrumbaba.

Silencio, eso fue lo que sintió Alina al despertar. Le dolía todo el cuerpo y estaba llena de arañazos y alguna herida, el seto se lo había hecho, el mismo que había amortiguado su caída. Desprendió un par de hojas de su cabello y vio que una fea herida decoraba su muñeca derecha; se dejó caer hasta el suelo. Allí se levantó algo dolorida y se recolocó los restos de su vestido. Ahogó un grito al ver los escombros oscurecidos y todavía llameantes de su mansión; aparentemente, además de haberse derrumbado, había ardido.

Corrió hacia ellos y empezó a moverlos, pero enseguida se rindió, era un esfuerzo inútil. Buscó con la mirada cualquier indicio de su familia, de las doncellas o los mayordomos. Nada. Al fijarse más en su entorno vio con horror que la grieta no solo había partido la mansión en dos, también había separado la tierra dejando un oscuro abismo.

Acompañada por un terrible presentimiento, Alina siguió la abertura hasta abandonar su agrietado jardín. La tierra que pisó fuera de los límites de su hogar estaba ennegrecida y al alzar la cabeza, la niña observó un terrible espectáculo. Su ciudad, las casas, las calles, los árboles y jardines, los parques y los establos. Todo derruido y quemado. Algunas llamas todavía quemaban los restos de la ciudad, una ciudad partida en tres por las extensas grietas de varios metros de grosor que se alejaban hasta las Montañas Escarpadas.

Alina se dejó caer en el suelo y al mirar hacia un lado vio lo peor que podría haberse encontrado. Era gente, o lo que quedaba de ella, de su familia y algunas personas más. Al parecer habían conseguido huir de la mansión, pero una vez fuera del recinto, las terribles llamas los habían alcanzado y dejado de ellos figuras oscuras de ceniza. La niña reconoció el collar de su madre, el brazalete de su hermano… y no pudo seguir mirando.

Se levantó y corrió inevitablemente a la ciudad, pero todo era lo mismo, todo había caído y lo que no, se había rendido ante las llamas. No quiso comprobar las casas de sus amigos o conocidos para encontrar sus cuerpos calcinados o atrapados bajo los escombros. Aquel temible silencio era más que suficiente.

Alina se asomó a una de las grietas y la profunda oscuridad la aterró. Se sintió tentada a saltar en su interior y olvidarse del horror que la esperaba en cuanto asimilase lo que había sucedido. Pero una serena vocecita que decía te quiero se lo impidió. Una voz que no volvería a oír más, al igual que todas las voces de aquella ciudad.

La niña comenzó a correr desesperadamente. Cruzó las ennegrecidas calles, el polvoriento viento y los escombros de las casas. Recorrió toda la ciudad hasta salir de sus límites. Se internó en el bosque y aun allí continuó corriendo. Gritó, lloró y corrió como nunca lo había hecho. Tropezó varias veces y se levantó con un nuevo grito desolador. Y al fin, tras horas desesperadas, alcanzó las Montañas Escarpadas.

Las grietas se hacían menos profundas en las laderas de las montañas. Alina subió las colinas, desprendiendo a su paso piedras y sedimentos, pisando flores y arbustos. La noche era ya muy avanzada cuando alcanzó la cima. El cansancio habría podido con ella en cualquier otro momento, pero en aquel necesitaba huir por encima de todo.

En lo alto, las tres grietas habían desaparecido. A un lado de la montaña se podía ver una ciudad devastada, iluminada todavía por un despiadado fuego naranja y verde. Unas inquietantes grietas como garras la atravesaban y llegaban hasta las montañas. 

Al mirar el otro lado de la colina, Alina vio la hermosura de una tierra verde iluminada, tal vez, por el resplandor de las pequeñas hadas; una tierra de ríos y vida en aquel momento dormida. Y en el cielo, a punto de ser alcanzado por el amanecer, se admiraban brillantes estrellas fugaces. Algunas con estelas que cruzaban todo el cielo, otras con destellos arcoíris. El espectáculo era demasiado hermoso para ser real, demasiado opuesto al horror al otro lado de la montaña.

Alina sintió de nuevo su cara húmeda, sin darle ya importancia. Tan solo quería perderse en esa lluvia de estrellas, dormir bajo su mágico brillo para no despertar jamás en aquella pesadilla. Y ante ella, ante la montaña y la ladera opuesta a la tragedia, una brecha cortó el aire. No era como las oscuras grietas de la ciudad, era más como una puerta brillante en el viento. La niña la miró con recelo y después con cansancio, finalmente con un breve destello de admiración.

Supo, como había sabido lo de la catástrofe, que aquella era su puerta a un lugar mejor. Que hubiese lo que hubiese al otro lado sería mejor que lo que tenía a sus espaldas, incluso si tan solo fuese una alucinación y al otro lado solo hallase roca dura. Alina dio unos pasos en el aire y cayó en el interior de la brecha, sintió a su alrededor el mismo viento que había agitado su vestido naranja y sus cabellos castaños. Al atravesar la puerta luminosa inició una caída que le resultó eterna, rodeada de luces fugaces.


Hubiese lo que hubiese al otro lado, Alina era consciente de que toda su vida ya había cambiado.

Photo by Becca Lavin on Unsplash

Gracias por leer y déjate llevar por la fantasía...

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