La gema (parte 1)
El bosque amaneció en silencio, llenándose
poco a poco de vida, como llevaba haciendo desde el inicio de los tiempos. En
una época remota, la paz de aquel mundo se vio alterada por la aparición de una
extraña piedra, del tamaño de una caracola y de un tono entre rosa y morado,
imposible de hallar en la naturaleza. Nadie sabe el origen de esa piedra, ni a
qué se debía ese tono tan peculiar. Tampoco importaba. “Solo es una piedra”,
pensaban.
Pero, con el paso de los días, en
algunas personas comenzó a ejercer un extraño efecto. Fueron apareciendo
paulatinamente anomalías en la piel de algunas personas. Primero, solo eran
marcas en la piel, que aumentaban poco a poco de tamaño. Sin embargo, tiempo
después, la misteriosa gema afectaba a sus personalidades.
Los afectados
se volvían extremadamente violentos, y defendían la gema antes que su propia
vida y la vida de sus seres queridos. Aparentemente, la piedra afectaba sin
ningún criterio: podía cambiar a algunos miembros de una familia y no a otros,
no influían tampoco los núcleos de población. El poder que ejercía la gema
sirvió para poner a algunos en contra de otros, rompía familias, amistades y,
pronto, se dividió la población en dos bandos: uno de ellos, los que habían
sido afectados, defendían la gema incansablemente; los otros, los que permanecían
ajenos al poder del objeto, buscaban destruirlo y devolver a los demás a su
estado original. Así, se desencadenó una lucha entre las dos partes, una lucha
que todavía dura hasta los días presentes.
El
crujido de una rama tras ella hizo que la joven volviera la vista atrás, tan
solo unas milésimas de segundo, antes de acelerar el paso. El sudor le empapaba
la frente y la espalda, y no supo decir si era por la carrera o por el miedo
que la atenazaba. El bajo de su vestido, a la altura de los tobillos, se
enganchó en una de las ramas de un árbol caído, rasgándose cuando la muchacha
siguió corriendo.
Tenía la sensación de que la observaban desde algún
lugar; podía sentir cientos de ojos clavados en ella desde las sombras. Trató
de ignorarlo. El corazón le latía tan deprisa que parecía que quisiera huir él
también, dejarla sola ante el peligro que la amenazaba.
No
supo decir durante cuánto tiempo más estuvo corriendo cuando vislumbró la
esperanza en la pequeña casita de piedra que estaba ante ella. Había llegado a
un minúsculo claro en el bosque, donde la hermosa cabaña la incitaba a entrar.
No necesitó pensárselo dos veces: era o entrar o padecer una muerte segura.
Una
bandada de pájaros abandonó de pronto la calidez de la espesura. Seguramente
estaban cerca, debía darse prisa. Se aproximó a la puerta, decorada con finos y
elegantes trazos en la madera, y la golpeó tres veces con la aldaba.
A sus llamadas acudió una señora de rostro afable, que
la escudriñó desde la puerta. Sus ojos pequeños, ocultos tras las finas gafas
de montura dorada, la recorrieron de arriba abajo. La joven notó el rubor
acudiendo a sus mejillas al percatarse de su aspecto desaliñado: portaba un
fino vestido blanco (o, al menos, era blanco antes de cubrirse de barro), sin
ningún tipo de adorno, que caía suavemente hasta los tobillos, y que se había
rasgado en algunos lugares; sus cabellos negros, habitualmente lisos,
descansaban sobre sus hombros formando una maraña de nudos, decorados con
alguna hoja. A pesar de su aspecto, trató de sonreír.
Miró
nerviosamente por la pequeña ventana. La noche se había cernido sobre el bosque
y, aparentemente, no había ni rastro de sus perseguidores. Por primera vez en
dos meses, se permitió soltar un suspiro de alivio.
Aquella mujer, de unos setenta años, la había acogido
en su cabaña sin hacerle ni una pregunta; seguramente había dado por supuesto
que se había perdido en el bosque, aunque, en cierto sentido, así era.
Simplemente se había limitado a hacerla pasar y a ofrecerle una habitación y un
baño. En aquel momento, aseada y relajada, solo pudo sentarse frente a la
ventana de su cuarto y mirar las estrellas, hasta que el agotamiento de esos
días la obligó a dormir.
Los tenues rayos de sol se colaban por la ventana abierta
cuando un delicioso aroma despertó a la muchacha. Se desperezó y se incorporó
en la cama, mirando la habitación en la que se había despertado,
momentáneamente desorientada. Era un pequeño cuarto, que parecía propio de una
niña de siete años, pero era acogedor.
En
el piso inferior, la mujer que tan amablemente la había acogido en su casa
estaba cocinando el desayuno.
—Buenos
días —la saludó con una amplia sonrisa desde los fogones.
—Buenos
días —contestó la muchacha, de buen humor.
Desde
hacía dos meses, no había dormido tan profundamente. Cada mínimo sonido la
despertaba, la ponía alerta. Aquella noche había descansado más que en las
últimas semanas, y se sentía con fuerzas suficientes para continuar su viaje.
De
pronto, el temor comenzó a aflorar en su interior. Asegurándose de que la mujer
no pudiese verla, se llevó la mano al brazo, cerca del hombro, y comprobó con
alivio que su brazalete continuaba en su lugar. Dos meses antes, le habían
encomendado que lo protegiese en un viaje a través del bosque. Era un brazalete
de oro, con una extraña gema incrustada en él, de un singular color que nunca
había visto. No sabía qué poderes poseía, pero parecía un objeto poderoso y
terrorífico, y la joven había notado el miedo en sus compañeros cuando estos lo
observaban. Lo único que sabía de ella era el efecto que tenía en muchas personas. Esa gema podía cambiarlos. Lo había comprobado de primera mano cuando, en aquel mismo bosque, días antes, su compañero había comenzado a cambiar, transformándose en un horrible monstruo.
—
¿Tienes hambre, querida? —Preguntó la señora, sacando a la joven de su
ensimismamiento.
—Si —contestó ella, embriagada por el sabroso olor que
llenaba la cocina, olvidándose de la piedra.
Se volvió hacia la mujer, con una sonrisa en el
rostro. Sin embargo, la sonrisa se esfumó de inmediato al comprobar que el
rostro de la propietaria de la cabaña estaba marcado con unas finas marcas en
la mejilla, ligeramente curvadas e hinchadas.
Varias
semanas después, amaneció en el espeso bosque. Un grito llenó el pequeño
claro donde se hallaba la cabaña. En el
interior, la joven corrió escaleras arriba, escuchando el eco de pasos
escalones más abajo. Entró apresuradamente en su habitación, cerró la puerta
dando un portazo, echó el pestillo y la atrancó con una silla de madera. Poco
después, alguien golpeó fuertemente la puerta, intentando echarla abajo.
La
gema había cambiado mucho más a la mujer de rostro afable de lo que la muchacha
habría creído posible. Nada quedaba ya de su sonrisa, sus ojos alegres y su duce
expresión maternal. De ella solo quedaba un monstruo.
La
joven estaba más decidida que nunca a terminar su misión, a entregar aquel
extraño objeto que también había transformado a su compañero de viaje. Él la
había estado persiguiendo incesantemente por el bosque, hasta que se había
refugiado en aquella cabaña. Ahora, debía decidirse a abandonar su refugio. Era
posible que su compañero continuase morando en la espesura, entre la
vegetación, pero estaba claro que no podría permanecer allí más tiempo.
Un nuevo golpe en la puerta casi consigue romperla y
la joven tomó una decisión. Cuando el monstruo que antes había sido una amable
anciana echó la puerta abajo, la habitación estaba vacía.
La
muchacha corría de nuevo por el bosque, huyendo del peligro y, al mismo tiempo,
dirigiéndose a él.
Me alegro de que al final hayas puesto esos párrafos al principio y no en el medio, ahora la historia me gusta mucho más.
ResponderEliminarUn saludo!